Como os contaba al final del anterior post, tras una ecografía en la semana 37 de embarazo, me quedé esperando la cita para Alto Riesgo en la que se decidiría que tipo de parto tendría. Esperé y esperé… Empecé a vigilar los movimientos del cartero y a mirar compulsivamente mi teléfono. Pero mi cita no llegaba ni por correo ni por vía telefónica. Aguanté 10 días antes de ir al hospital a informarme, y allí me dijeron que la visita estaba prevista para el 13 de enero. ¡Un sólo día antes de mi fecha probable de parto! Me fui directa a Secretaría a preguntar cómo se me había citado tan tarde y la respuesta que recibí no me convenció nada.
Un médico ya había valorado mi caso y había decidido el tipo de parto, así que no era necesario verme antes. Me parecía increíble. Ellos habían decidido sin verme, sin escucharme, sin explicarme nada y sin responder a ninguna de mis dudas. Además, consideraban asumible que me pusiera de parto sin saber la decisión. Total, ya me enteraría cuando llegara con contracciones al hospital… Me indigné porque sentía que tenía derecho a estar informada de mi proceso.
Expliqué que este tema me estaba generando muchísima tensión y que, fuera cual fuera la decisión que se hubiera tomado, yo necesitaba saberla lo antes posible para estar tranquila. Por suerte, encontré a personas empáticas que me escucharon y se comprometieron a hacer todo lo posible. A los pocos días me llamaron para decirme que la primera cita disponible era sólo 4 días antes que la anterior, pero dadas las circunstancias lo agradecí enormemente. Esperé ese día intuyendo que los médicos se habían decantado por un parto vaginal instrumental, y el 9 de enero me planté en el hospital dispuesta a hacer todas las preguntas que me rondaban por la cabeza.
Siguiendo el protocolo habitual, me tomaron la tensión y me pasaron a monitores. Mientras estaba con las correas puestas, escuché una conversación entre la ginecóloga y otra paciente que también estaba allí para que se valorara el tipo de parto. En su caso, había una cesárea previa. La sometieron a un verdadero interrogatorio. Con un tono poco amigable le preguntaron los motivos de la cesárea, el médico que la había realizado, la fecha, etc. Cuando comentó que había sido en una clínica privada, empezaron otras preguntas que sonaron a reproches (si había pedido otra opinión, por qué no se había dirigido a un centro público…). Fui testigo de como esa mujer se hacía pequeñita y sentí pena por ello. A esa chica le habían dicho que su bebé no estaba creciendo en el útero y que lo mejor era sacarlo. ¿Que debería haber hecho? Si la cesárea no había sido necesaria, el único que tiene que dar explicaciones es el médico.
Con lo que ya intuía y lo que acababa de escuchar, volví a la sala de espera convencida de que mi parto sería vaginal. Para lo que no estaba preparada es para que me llamaran a consulta y lo primero que me dijeran fuera “bueno, ¿ya te hemos explicado por que es mucho mejor un parto vaginal no?”. Fue como si encendieran la mecha de un petardo. Les dije que a mi nadie me había explicado nada. Que todo lo que sabía respecto a partos naturales, instrumentales o por cesárea era porque me había preocupado en investigarlo, y que precisamente esa era la razón de que estuviera allí ese día. Estaba tan mosqueada que no recuerdo con exactitud toda la conversación, pero sé que en un momento dado me sentí atacada. Yo no me hice pequeñita, sino que planté mi carpeta llena de papeles sobre la mesa y dije “me da igual el tipo de parto, de hecho lo preferiría vaginal. No soy médico, sé que los profesionales sois vosotros y lo que decidais me parecerá bien. Pero quiero que la decisión la toméis valorando realmente mi caso y necesito que digais que hay garantías de que todo saldrá bien”.
Dudo que mi discurso les hiciera cambiar de opinión, pero al menos pararon los ataques. Pasé a la zona donde estaba el ecografo y vi por primera vez a la ginecologa que llevaba la voz cantante. Cuando me estaba preparando, me hizo preguntas sobre mi historial y el embarazo. Le conté que había pasado un año en reproducción asistida, que había tenido un aborto, las pruebas que me había hecho… Una vez que empezaron con la ecografía observé que las dos ginecólogas se miraban entre ellas. Empecé a preocuparme. Creo que todas las embarazadas nos ponemos en lo peor cuando vemos a medicos guardar silencio con cara de circunstancias. Me preguntaron que tal me había ido el test O’Sullivan y les dije que muy bien, pero aún así comprobaron el resultado.
Entonces sospeché lo que ocurría. En contra de lo que me habían dicho durante casi todo el embarazo, Daniela era una niña grande. Sus medidas aquel día (39+2) eran las siguientes: perímetro craneal de 352 mm, diámetro biparietal de 97 mm, longitud del fémur de 68,2 mm, circunferencia abdominal de 369 mm y estimación de peso de 3800 g.
Me pasaron al potro para hacer un tacto y, una vez acabaron, me dijeron que me esperaban fuera para hablar.
Mi parto iba a ser por cesárea. Un parto vaginal tan limitado como debía ser el mio no era muy compatible con un bebé de ese tamaño. Daniela no correría riesgos, pero mi vista sí. La ginecóloga hizo hincapié además en que era un embarazo conseguido tras varios tratamientos de reproducción asistida. Imagino que lo que intentaba decirme es que ya llevaba la mochila bastante cargada como para añadir un parto bajo tensión.
Y, por primera vez, reconocieron que iban tarde. Tenían que pedir pruebas de anestesia, así que no podrían programar nada esa semana. Me dieron una carta que llevar a urgencias en caso de que el parto se iniciara espontáneamente y me citaron para una semana más tarde. En esa ocasión debería acudir en ayunas por si me dejaban ingresada.
Salí de aquella consulta con una tranquilidad que me era desconocida en mi embarazo. Ya sólo había que esperar un poco…
marzo 12, 2018
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